lunes, 10 de noviembre de 2008

Igualmente, idolatría al fin…

Comparto con ustedes algunas reflexiones que en estos días me vienen inquietando en extremo.
Todos sabemos que la vida es finita, sin embargo, me pregunto, ¿por qué nos empeñamos en vivirla como si fuera eterna?


Queremos hacerlo todo, abarcarlo todo…Dos maestrías, un doctorado, muchos libros, muchas reuniones…queremos alcanzar la excelencia; y por este tan “loable” propósito terminamos por desentendernos de lo realmente importante. Terminamos pasando de largo a todo el mundo, como reza una de las estrofas de aquella canción que tantas veces hemos repetido…

Su nombre es el Señor y pasa hambre,
y clama por la boca del hambriento,
y muchos que lo ven pasan de largo
A caso por llegar temprano al templo.

Si, es verdad, siempre debemos esforzarnos por ir más allá, pero me pregunto si ello se refiere exclusivamente o por sobre todas las cosas al ámbito intelectual. Me temo que no.

Creo que con razón nos empeñamos en combatir las drogas, porque nos trastornan y nos llevan a vivir una vida artificial, hueca, sustentada en trivialidades que por un momento nos parecen tan sólidas e inamovibles, como la verdad más profunda.

Debo reconocer que yo también pasé por ese período en mi vida. Llegué al convencimiento que todo lo que importaba era pasarla bien; “no hacerse paltas”, como decíamos entonces. Había que evitar las paltas y disfrutar al máximo el momento. La mariguana parecía eternizar el tiempo, con la ventaja de exacerbar los sentidos, transportándome a dimensiones sensoriales que por mucho tiempo después añoraría.

Eran vivencias tan extraordinarias como falsas. Eh ahí el problema. Se trataba de mundos alucinantes y por lo tanto, falsos. Rincones en los que sólo importaba yo y lo magníficamente bien que podía pasarlo, evitando cualquier “palta” mientras fuera posible. Y muchas veces lo fue.

¡Qué alegría llegar allí! Entrar por aquella puerta, perderse en aquél jardín sin espacio ni tiempo, donde todo parecía flotar, sin dejar de existir, pero sin perturbar. La realidad quedaba allá, afuera, pudiendo contactarla sólo en lo grato, en lo estimulante, en lo que me daba placer, en lo que me hacía feliz.

Era feliz…sin embargo, o al menos así lo creía. A Dios gracias, nunca llegue a entregarme totalmente a sus brazos, como lo hicieron otros, sino no se qué hubiera sido de mi vida. Hubo algo, que ahora sé fue la mano de mi Buen Señor, que me contuvo, que me mantuvo lo suficientemente ecuánime, para no perderme, para dudar de aquello, para volver a poner los pies en tierra firme.

Al margen del lenguaje engañoso de paz y amor que enarbolábamos quienes transitábamos por esos caminos, la verdad es que anhelábamos alcanzar la felicidad sin ningún esfuerzo, sin ningún sacrificio. Como si se tratara de magia y la droga por un momento parecía dárnosla. ¡Qué paradoja! Buscábamos el amor y pretendíamos alcanzarlo cerrándonos egoístamente en nosotros. No queríamos comprender que amar significa dar, desprenderse, sacrificar…poner al ser amado antes que uno. Confundíamos amor, con satisfacción. Estábamos dispuestos a disfrutar plenamente, sin el menor esfuerzo.

¡Qué idolatría! Nos habíamos puesto a nosotros mismos en el centro del universo y sin embargo pretendíamos amar. Vivíamos engañados. Y a espaldas del mundo entero, a expensas del mismo, pretendíamos alcanzar la felicidad, por la pura satisfacción de nuestros sentidos. Un grave error.


Hoy veo con agrado que muchos jóvenes se han apartado de ese camino, sin embargo me preocupa que estén cayendo en otra idolatría: el creer que todo es posible a través de la excelencia intelectual. Es cierto, posiblemente este afán no sea tan pernicioso como la droga y sea mil veces más deseable que caer en las redes de la mariguana, pero otra vez nos encontramos frente a una falacia: alcanzar la felicidad a través de mi “excelencia”.

Este es otro engaño. Mientras nos estemos viendo a nosotros, mientras centremos nuestras vidas en lo bien que hacemos las cosas, en las mejoras que alcanzamos, en nuestros logros y no seamos capaces de mirar entorno nuestros, a quienes nos rodean, estaremos practicando otra forma de idolatría, que terminará por aislarnos y hacernos indiferentes al mundo.

Qué lejos va quedando para estos “empeñosos jóvenes intelectuales” el diálogo profundo con el amigo, el padre, el consejero…la oración, el diálogo con Dios. Todo se ha sacrificado a nombre de la excelencia. No hay tiempo para “superficialidades”, para los enfermos, para los tíos, los abuelos, los amigos y ni si quiera para los hijos. El éxito es primero.

¿Puede haber éxito sin amor? ¿De qué sirve el éxito si no podemos compartirlo?

¿No es esta otra forma de idolatría? “Amarás a Dios por sobre todas las cosas y a tu prójimo como a ti mismo” a esto se reduce toda la ley y los profetas. Este es el Santo Grial…Este el secreto de la felicidad. Cuando no lo seguimos, nos destruimos. Cuando nos ponemos a nosotros por centro, terminamos por perdernos. “El que trate de salvarse a sí mismo, se perderá”. Así de simple y claro. El problema es que no queremos ver y “no hay peor ciego que el que no quiere ver”.

Ni la droga, ni el anhelo desenfrenado de éxito, de dinero o placer deben cegarnos. El centro jamás podrá estar en ti, si realmente quieres la felicidad (y estás en este mundo para serlo), debes empezar por mirar a los que te rodean. El centro tiene que estar al frente, en el otro. Dicho de otro modo y parafraseando a San Agustín, “ama y haz lo que quieras”.

¿Algún día lo entenderemos?